miércoles, 26 de septiembre de 2012

Comida rápida



La quince horas y cincuenta y cuatro minutos yacían lustrosas en el reloj de la estación. Un humilde encargado fijaba en él su vista con una sola idea en la cabeza: Hoy me piro a las cinco en punto y que salga el sol por Antequera. No tenía ni puta idea de lo que significaba la frase. Por suerte, no incidía en la importancia de su noble objetivo.
Para que esto fuera posible y vencer por primera vez su batalla contra el temible minutero, resultaba imprescindible que Rober (señor del robeturno en cuyo sublime estandarte se puede leer “vamos que nos vamos”) llegara a las dieciséis horas. El plan era perfecto. Rober llegaría puntual, diez minutos más tarde quedaría contado el pollo y el piece-count completado a falta de la última resta. Malditas unidades vendidas. Diez minutos más para cerrar cada caja. Llegado este punto debían ser las dieciséis y treinta como muy tarde. En la media hora siguiente el fondo habría de ser contado con premura y las comidas de empleado pasadas al sistema. Incluso contando con otros diez minutos de contingencias (como por ejemplo “tráeme cambio” o “descuento de empleado”, frases terribles donde las haya) el tiempo tenía que ser suficiente.

Algo alertó a nuestro noble Responsable de Turno. Llevaba demasiado tiempo pensando en ello. El minutero ya estaba en el cincuenta y siete.  La tarea se presentaba imposible. Entonces, henchido de rabia y poseído por su profesionalidad gritó “manos y pinzas, chicos”, asió la pinza amarilla para crudos y panes y clamó a Encarna Sanders y Ramoncín maldiciendo su desdicha. Un momento. ¿Qué avistan mis ojos en el pasillo hacia el mueble?, pensó. ¿Es un avión? ¿Un héroe de paisano? ¿La velocidad hecha carne? No, no era ninguna de esas cosas. Tampoco era Lupe hablando con nadie. Era Rober cagándose en las leyes de la física.
Antes de poder asimilarlo se oyó en todo KFC el estruendo de una puerta cerrándose a la velocidad de la luz. Antes de que nadie, cajeros o cocineros, encargados o estacionistas, pudieran expresar una mínima onomatopeya de asombro, la puerta volvió a sonar igual. Rober se tele transportó al lava-manos de estación (para que le vean lavárselas) y dijo sencillamente “hola”.
Nuestro encargado miró el reloj de nuevo. Faltaban quince segundos para las dieciséis en punto. Suspiró aliviado, respondió al saludo de Rober y volcó toda su felicidad en cumplir con el plan que tan hábilmente había urdido. Pero, queridos niños, la cosa no quedó ahí. En el tiempo en que el RT de mañana suspiró, saludó y volcó su felicidad, el increíble Rober sacó la descongelación, empacó dos purés, hizo el posicionamiento y contó dos chistes.

La leyenda del increíble hombre Speedy no había hecho más que comenzar.

viernes, 4 de mayo de 2012

No creo en la suerte


-         Eso es imposible…
-         Imposible es que ahora me de un apretón, me baje los pantalones y cague un billete de quinientos pavazos.
-         Limpio y listo para usar. Eso sería increíble.
-         ¿Por qué tengo que creer en la suerte?
-         No digo que tengas, digo que es imposible que no creas.
-         Otra vez. ¿Por qué?
-         Porque la suerte es un encadenamiento de sucesos considerado como fortuito o casual.
-         Joder ¿has estado leyendo el diccionario?
-         No. Lo pone en el guión.
-         Vale. Yo creo en la gente que forja su suerte.
-         Dejando a un lado que no eres un personaje del señor de los anillos ¿forjar? Si crees que cada uno se busca la suya, crees que existe.
-         QUE NO.
-         Entonces cómo se la va a forjar tu gente esa.
-         Demagogo…
-         Y luego soy yo el que lee el diccionario.
-         Que yo lo que creo es que las cosas que pasan, pasan porque tienen que pasar.
-         Entonces crees en el destino.
-         No sé.
-         En que cada uno tiene su lugar y por más que quiera salirse se va a tener que quedar en él.
-         No, en eso no. ¿También venía en el guión?
-         Que va, eso ya lo sabía.
-         Mira. Lo que yo quiero decir es que no se puede ser feliz a base de suerte. Y ya está.
-         J
-         ¿Y ahora qué pasa?
-         Que no tengo nada que decir.
-         Porque estás de acuerdo.
-         Para nada. Pero en eso sí que puedes creer.
-         Pues muchas gracias. So generoso.
-         No creo en la generosidad.
-         Vete a la mierda.
-         Entonces de follar ni hablamos ¿no?
-         Prueba en otro momento. Puede que tengas un mejor encadenamiento de sucesos fortuito.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Una vez al mes, las cucarachas.

Las cucarachas una vez al mes visitan la casa de Arthur en el centro de Londres… la verdad es que se llama Alberto y vive en Vallecas. Un trato: vamos a llamarle Arthur. Es un tipo limpio como cualquier otro. Se mueve en las estadísticas de la mayoría. En lo normal. En la aburridísima mesura. Es entonces mesurablemente limpio. Todo lo que un soltero que curra 60 horas a la semana puede ser. El caso es que una vez al mes, las cucarachas. La última encontrada, y a la que se dio muerte de la única manera posible, sin piedad, se duchaba cómodamente en el escurreplatos. Arthur abrió el armario superior sin dejar de apuntar con las pupilas al insecto, desenfundó el Cucal con celeridad  y lo hizo útil gastando el bote entero sobre el escurreplatos. Hay que decir que en el escurreplatos la vajilla se apilaba hasta la sobrepoblación. Al finalizar la pulsión aquello no era un lugar habitable. Arthur huyó al salón sellando la cámara de gas con un fuerte portazo. Sonó definitivo.

Hacía bastante frío. Se sabe que hace frío si al fumar en la ventana el cigarro se te hace largo. Arthur vio que el sol lucía con cierta fuerza. Algo no muy común en Londres, ejem. Envalentonado por su percepción llevó a cabo su vicio en manga corta. Medio cigarro después recordó a la intrusa. Dejó caer el pitillo larguísimo. Mató a una hormiga y abrió la cámara de gas. Uno a uno trasladó los platos al fregadero. Se puso unos guantes, asió un trozo de cartón que usó como pala para cadáveres y enterró a la cucaracha en su paraíso. Cerró la basura con nudo doble y fregó de nuevo.
El esfuerzo que hace Arthur cada vez que friega no lo sabe nadie. Quince minutos de esfuerzo sobrehumano. Cuando la última pieza de Inoxcrom se hubo acomodado en el escurreplatos Arthur se cagó en to lo que se menea. El puto Cucal aún estaba expandido en la encimera y el escurreplatos. Fregó el fregadero. Tenía que hacerlo bien, una tercera vez podría significar la rendición. Fregó el escurreplatos, fregó la encimera, fregó el suelo, fregó los platos. Fregó otra vez el fregadero.

Un asesino de su nivel merece descansar como es debido después de un trabajo bien hecho. Recompensa: té de frutas del bosque y un cigarro de ideal tamaño. Manga larga. El niño del segundo gritaba como un energúmeno asomado en su terraza. Arthur se puso los cascos. Queen. “We will rock you” le inspiró para su próximo homicidio. Milimétrico. El mes que estaba por comenzar era una sala de espera. Esperó. Y no desveló a nadie su letalidad.

martes, 13 de marzo de 2012

Moren@s que quieren ser Rubi@s





Ellas:

Por envidia, por aburrimiento, porque sí. Por estrabismo, por imitación, por llevarse la contraria. Por lo que sea, pero quieren ser rubias. Porque no son rusas es la respuesta que más me gusta. Eso desde un leve sentido del humor. Desde la objetividad prefiero “por exigencia del guión”.
El rubio, parece ser, voy descubriendo, es el color de teñido más difícil. Todo un mundo, en serio. No hay rubia de bote que no se anuncie en sus puntas abiertas, raíces a punto de transformarse en diamantes o impresionante culo de gimnasio. Me comentan por aquí que también hay un importante síntoma llamado Pelopaja. Estoy de acuerdo.
Las unas están tan buenas que alcanzan el inconformismo. Shakira pierde ocho kilos y se tiñe de rubia. Las otras tienen un papel en un pequeño teatro del extrarradio madrileño e interpretan El Principito tres veces por semana. Ambas por exigencias del guión.


Ellos:

Lo mismo.

jueves, 9 de febrero de 2012

Vuelva usted sobre las seis

-    Cuando lo tenga todo pásese de nuevo por aquí. A eso de las seis.
-    No creo que sepa usted lo que me está pidiendo.
Abrió la boca. Para hablar, creo. Fue derrotada por su sistema nervioso.
-    ¿Sabe lo que me está pidiendo? –Percutí. Me pirra aliterar.
-     Le he dicho que se puede pasar sobre las seis –dijo, armada de contundencia hasta los caninos.
-    No.
-    Cómo que no.
No pongo exclamaciones porque no sé cómo puntuar el grito que abortó.
-    Pues que no, que no me ha dicho eso –repliqué. Supero el miedo con rapidez. Con mucho esfuerzo, también-. No me lo ha pedido, me ha dicho que lo haga. Ha dicho “sobre las seis” ¿qué hora es sobre las seis? En mi idioma, y estudié enfrente de un colegio de pago, eso es entre las cinco y las siete. Pregunte a quien quiera. Mis amigos son el estandarte de esto que le digo. Aunque claro, usted no los conoce. Mejor no les pregunte. Le iba a costar encontrarlos. Aunque con Facebook…
-    Señor, a las seis una de mis compañeras estará aquí. Tendrá su informe y cuando le entregue la documentación, solucionado.
Le había contagiado el miedo en un estornudo de sinceridad excesiva. Hago bien eso.
-    ¿En serio? ¿Ya está? Tengo un estupendo discurso preparado. No es nada fácil. Primero he tenido que predisponerme a discutir con usted. Luego he ensayado en la ducha. Me he vestido y he desayunado un cigarro y un café de ayer. Mientras cagaba –mi desayuno lo pidió a gritos- he vuelto a ensayar. Me he tenido que limpiar después de una ducha. No es una sensación que recomiende. He elegido el coche como medio de transporte y me he plantado aquí. Al conducir también ensayaba. Tras arduo trabajo ha resultado usted desconcertantemente amable. Lo he soportado y he tenido que tragarme mi guión. No sé si me ha visto masticar, pero he tardado un buen rato. Y llegamos a este momento. Va usted, como si nada, y me vuelve a conceder ilusiones y un escenario en el que explayarme con su incompetencia. Eso no se le hace a las gentes de bien.
-    A las seis en punto estaremos encantados de atenderle –dijo a un volumen apropiado. Estupendo para poder escuchar la mini banda sonora que eran sus ojos abiertos hasta la frente.
-    No juegues conmigo, Sandra. A las seis en punto cruzaré esa puerta –finiquité sobreactuando como requería la circunstancia.

Ella puso la mano sobre su plaquita identificativa. La tenía en la teta izquierda. La del corazón. Con un suspiro de profundidad conmemorable me miró mientras cruzaba el umbral que me separaba de morir congelado. Supe en ese momento… Qué va, es coña. Me fui sin más. Como mucho me miró el culo, que con estos vaqueros lo tengo de siete y medio sobre diez. Comí, me eché un siestazo. Me quedé dormido y tengo cita dentro de dos meses.

viernes, 26 de agosto de 2011

Quince minutos de gloria

Llevaba quince días sin fumar. Era lunes. Lunes líder de la segunda quincena de agosto. Apostó a que llegaría al trabajo en menos de veinte minutos y perdió. Apagó el motor y dejó la radio encendida. Sus conocimientos políticos eran residuos de la cadena SER. Votaba al PP. Reclinó el asiento y abrió las orejas. Sólo uno, pensó. Abrió el paquete de tabaco que le tenía que durar una semana. No había vuelto a fumar, no era una prueba. Él no fumaba. Pero volver al trabajo después de quince días leyendo, escribiendo, descubriendo marcas nuevas de cerveza y follando sin que las mañanas le metieran prisa, bien valían unas caladas. Un tertuliano mascaba gilipolleces sobre el adelanto de las elecciones, mientras él engullía humo y escupía los restos entre los deltas de sus dientes. El sol era una bombilla de bajo consumo y la brisa de las nueve un aire acondicionado a baja potencia. Todas las mañanas tienen sus quince minutos de perfección. Habrá que celebrarlo. Se encendió otro mientras preparaba una huída sólida. No hubo suerte. El lunes lo tenía calado desde que compró el paquete en la gasolinera. Quiso poner el contacto, sacó las llaves. Quiso meter la marcha atrás con otro pitillo en los labios, bajó del coche. Quiso salir a la autopista echando ruedas, cogió el uniforme y cerró el maletero. Quería acabar con todo. Acabó.

lunes, 15 de agosto de 2011

Julio y la ensaladilla mágica


Julio y María llegaron a eso de las once y media de la noche. Habían pasado varias horas en el hospital y decidieron quedarse a dormir en casa de la madre de ella. María cayó a plomo sobre el sofá. Las pruebas y los medicamentos la habían cansado. Julio sólo pensaba en comer. Su estómago gruñía con lujuria. Entró en la cocina. Un imán de nevera sujetaba una nota:

Os dejo ensaladilla en la nevera por si llegáis con hambre. Julio, no te la comas toda que luego te pones malo.
                                                                       Besos, Rosa.

Cogió la fuente de ensaladilla y fue al salón. Las luces estaban apagadas, sólo el televisor permitía a sus pupilas sentirse útiles. No se encontraba cómodo en aquella penumbra pero no quiso molestar a María, que parecía ir quedándose dormida a trompicones. Se sentó en la mesa junto al sofá sin apenas hacer ruido. Quitó el papel transparente que le separaba de su objetivo alimenticio. Se armó con un tenedor de cuatro puntas y se dispuso al ataque.

-¿Qué haces? –María pregunto desde su debilidad.
-Tu madre ha dejado hecha ensaladilla. ¡Qué encanto! Tengo más hambre que el perro de un poeta.
-No te la comas toda…
Julio rió. De tal palo… Hizo útil el tenedor y comenzó su batalla.

En su boca la ensaladilla resultaba salada. Un exceso del que Rosa no solía ser culpable. Todo lo cocinaba bien. La ensaladilla en particular. Julio siguió comiendo. Es posible que del mismo hambre el paladar se me haya puesto del revés, pensó.
María abrió los ojos. No se había dormido del todo en ningún momento pero la batalla entre el tenedor y la porcelana iban a retrasar aún más el sueño.

-Ojalá pudiera comer yo… ahora me ha entrado un hambre de muerte. ¿Qué tal está?
-Está buena, pero… -introdujo otra porción en su boca- está muy seca y no sé… -tragó- no está como siempre.
-Eso es del hambre que tienes –dijo ella, conociéndole.
-Eso me acabo de decir hace un momento. Está un poco salada y creo que no le ha echado atún.
-Pues no te la comas –a María la conversación ya le parecía excesiva.
-No, si está buena, pero no como siempre.

Julio siguió comiendo. Se sació. No se lo había comido todo, obediente dejó la mitad. Eso sí, en aquella fuente había ensaladilla para unas cuatro personas. Sin exagerar. Colocó el papel transparente de nuevo y llevó el recipiente al lugar exacto del que lo había sacado. La luz de la nevera le deslumbró. Bebió un largo trago de agua y volvió junto a su novia.
Mientras se sentaba escuchó abrirse la puerta de Rosa. Segundos después hizo su aparición en el salón. Pelo estilo arbusto, ojos hinchados de sueño, oídos taponados… En resumen, señora de sesenta años recién levantada en busca de algún líquido que le hiciera desaparecer la zapatilla de la boca.

-Hmmmm –dijo en vez de hola.
Julio y María intercambiaron algunas palabras con ella. No se enteró de casi nada. Sólo lo importante. El médico había mandado a casa a María. Gases.

-A Julio no le ha gustado la ensaladilla –insistía en conversar con su madre, que seguía comunicándose a través de gemidos que pretendían palabras. No hubo éxito.
-Sí que me ha gustado, no le digas eso a tu madre. Es sólo que no estaba como siempre.
Rosa despertó lo suficiente para responder nítidamente a la crítica culinaria.
-Eso eres tú que tienes el paladar atrofiao. –Se defendió secundando a yerno e hija. Digna giró la cabeza y puso dirección al dormitorio.
-Sería porque no tenía atún, a lo mejor –Julio eximía así a la habilidad de Rosa para la cocina. Un olvido ha sido el maldito culpable.
-Sí hombre. Cuatro latas le he echado. Si te digo yo que tú no tienes bien el paladar. –Cerró la puerta y la conversación.

María se recuperó y durmió profundamente toda la noche. Su novio había tomado el relevo. Apenas pudo dormir. Sentía que el estómago le iba a reventar. No vomitó ni tuvo la urgencia de despertarla a ella para volver al hospital. La sensación era desagradable pero supuso que sobreviviría. Hacía tiempo que no se sentía tan lleno. Sudó un par de cubos y giró sobre la cama hasta convertir las sábanas en una pelota. María ni se enteró. Él lo soportó con entereza y logró conciliar el sueño al cabo de unas horas de tortura.


A la mañana siguiente, es un decir, eran ya las 13:00 horas, las risas de María despertaron al bueno de Julio. Uniformado con sus preciosos calzoncillos de Spiderman apareció en el salón. Observó a su novia de pie junto a la puerta de la cocina. Estaba doblada por las carcajadas. Dos lagrimones estaban en su barbilla a punto de saltar al vacío. Tenía una nota en la mano. Él la cogió, se quitó dos legañas y enfocó. Leyó:

Casi me meo. ¿No iba a estar mala la ensaladilla? Julio, bonito mío, te has comido media fuente de masa para croquetas que había hecho para comer hoy. Te lo juro, no me he “meao” de milagro.
                                                                       Besos, Rosa. Jajajaja.

Julio puso pies en polvorosa hacia la nevera. Abrió la puerta. Recordaba el lugar exacto donde puso el alimento. Allí estaba, efectivamente, media fuente de masa para croquetas con el papel transparente despeinado. Al lado, una deliciosa ración intacta de ensaladilla.