viernes, 26 de agosto de 2011

Quince minutos de gloria

Llevaba quince días sin fumar. Era lunes. Lunes líder de la segunda quincena de agosto. Apostó a que llegaría al trabajo en menos de veinte minutos y perdió. Apagó el motor y dejó la radio encendida. Sus conocimientos políticos eran residuos de la cadena SER. Votaba al PP. Reclinó el asiento y abrió las orejas. Sólo uno, pensó. Abrió el paquete de tabaco que le tenía que durar una semana. No había vuelto a fumar, no era una prueba. Él no fumaba. Pero volver al trabajo después de quince días leyendo, escribiendo, descubriendo marcas nuevas de cerveza y follando sin que las mañanas le metieran prisa, bien valían unas caladas. Un tertuliano mascaba gilipolleces sobre el adelanto de las elecciones, mientras él engullía humo y escupía los restos entre los deltas de sus dientes. El sol era una bombilla de bajo consumo y la brisa de las nueve un aire acondicionado a baja potencia. Todas las mañanas tienen sus quince minutos de perfección. Habrá que celebrarlo. Se encendió otro mientras preparaba una huída sólida. No hubo suerte. El lunes lo tenía calado desde que compró el paquete en la gasolinera. Quiso poner el contacto, sacó las llaves. Quiso meter la marcha atrás con otro pitillo en los labios, bajó del coche. Quiso salir a la autopista echando ruedas, cogió el uniforme y cerró el maletero. Quería acabar con todo. Acabó.

lunes, 15 de agosto de 2011

Julio y la ensaladilla mágica


Julio y María llegaron a eso de las once y media de la noche. Habían pasado varias horas en el hospital y decidieron quedarse a dormir en casa de la madre de ella. María cayó a plomo sobre el sofá. Las pruebas y los medicamentos la habían cansado. Julio sólo pensaba en comer. Su estómago gruñía con lujuria. Entró en la cocina. Un imán de nevera sujetaba una nota:

Os dejo ensaladilla en la nevera por si llegáis con hambre. Julio, no te la comas toda que luego te pones malo.
                                                                       Besos, Rosa.

Cogió la fuente de ensaladilla y fue al salón. Las luces estaban apagadas, sólo el televisor permitía a sus pupilas sentirse útiles. No se encontraba cómodo en aquella penumbra pero no quiso molestar a María, que parecía ir quedándose dormida a trompicones. Se sentó en la mesa junto al sofá sin apenas hacer ruido. Quitó el papel transparente que le separaba de su objetivo alimenticio. Se armó con un tenedor de cuatro puntas y se dispuso al ataque.

-¿Qué haces? –María pregunto desde su debilidad.
-Tu madre ha dejado hecha ensaladilla. ¡Qué encanto! Tengo más hambre que el perro de un poeta.
-No te la comas toda…
Julio rió. De tal palo… Hizo útil el tenedor y comenzó su batalla.

En su boca la ensaladilla resultaba salada. Un exceso del que Rosa no solía ser culpable. Todo lo cocinaba bien. La ensaladilla en particular. Julio siguió comiendo. Es posible que del mismo hambre el paladar se me haya puesto del revés, pensó.
María abrió los ojos. No se había dormido del todo en ningún momento pero la batalla entre el tenedor y la porcelana iban a retrasar aún más el sueño.

-Ojalá pudiera comer yo… ahora me ha entrado un hambre de muerte. ¿Qué tal está?
-Está buena, pero… -introdujo otra porción en su boca- está muy seca y no sé… -tragó- no está como siempre.
-Eso es del hambre que tienes –dijo ella, conociéndole.
-Eso me acabo de decir hace un momento. Está un poco salada y creo que no le ha echado atún.
-Pues no te la comas –a María la conversación ya le parecía excesiva.
-No, si está buena, pero no como siempre.

Julio siguió comiendo. Se sació. No se lo había comido todo, obediente dejó la mitad. Eso sí, en aquella fuente había ensaladilla para unas cuatro personas. Sin exagerar. Colocó el papel transparente de nuevo y llevó el recipiente al lugar exacto del que lo había sacado. La luz de la nevera le deslumbró. Bebió un largo trago de agua y volvió junto a su novia.
Mientras se sentaba escuchó abrirse la puerta de Rosa. Segundos después hizo su aparición en el salón. Pelo estilo arbusto, ojos hinchados de sueño, oídos taponados… En resumen, señora de sesenta años recién levantada en busca de algún líquido que le hiciera desaparecer la zapatilla de la boca.

-Hmmmm –dijo en vez de hola.
Julio y María intercambiaron algunas palabras con ella. No se enteró de casi nada. Sólo lo importante. El médico había mandado a casa a María. Gases.

-A Julio no le ha gustado la ensaladilla –insistía en conversar con su madre, que seguía comunicándose a través de gemidos que pretendían palabras. No hubo éxito.
-Sí que me ha gustado, no le digas eso a tu madre. Es sólo que no estaba como siempre.
Rosa despertó lo suficiente para responder nítidamente a la crítica culinaria.
-Eso eres tú que tienes el paladar atrofiao. –Se defendió secundando a yerno e hija. Digna giró la cabeza y puso dirección al dormitorio.
-Sería porque no tenía atún, a lo mejor –Julio eximía así a la habilidad de Rosa para la cocina. Un olvido ha sido el maldito culpable.
-Sí hombre. Cuatro latas le he echado. Si te digo yo que tú no tienes bien el paladar. –Cerró la puerta y la conversación.

María se recuperó y durmió profundamente toda la noche. Su novio había tomado el relevo. Apenas pudo dormir. Sentía que el estómago le iba a reventar. No vomitó ni tuvo la urgencia de despertarla a ella para volver al hospital. La sensación era desagradable pero supuso que sobreviviría. Hacía tiempo que no se sentía tan lleno. Sudó un par de cubos y giró sobre la cama hasta convertir las sábanas en una pelota. María ni se enteró. Él lo soportó con entereza y logró conciliar el sueño al cabo de unas horas de tortura.


A la mañana siguiente, es un decir, eran ya las 13:00 horas, las risas de María despertaron al bueno de Julio. Uniformado con sus preciosos calzoncillos de Spiderman apareció en el salón. Observó a su novia de pie junto a la puerta de la cocina. Estaba doblada por las carcajadas. Dos lagrimones estaban en su barbilla a punto de saltar al vacío. Tenía una nota en la mano. Él la cogió, se quitó dos legañas y enfocó. Leyó:

Casi me meo. ¿No iba a estar mala la ensaladilla? Julio, bonito mío, te has comido media fuente de masa para croquetas que había hecho para comer hoy. Te lo juro, no me he “meao” de milagro.
                                                                       Besos, Rosa. Jajajaja.

Julio puso pies en polvorosa hacia la nevera. Abrió la puerta. Recordaba el lugar exacto donde puso el alimento. Allí estaba, efectivamente, media fuente de masa para croquetas con el papel transparente despeinado. Al lado, una deliciosa ración intacta de ensaladilla.

miércoles, 27 de julio de 2011

Casi una historia de violencia

Tenía yo la viscosa edad de 17 años. Los mismos tenía Juan. Costó un mundo convencer a los respectivos padres para que nos dejaran asistir al concierto. Kaskärrabias, Vallecas, 22:00 horas. Todo un lujo para nuestras frescas y juveniles orejas. Los oídos los estábamos educando aún. Hace poco volví a escucharlos y a Satán pongo por testigo de que eran el peor grupo del momento. Ajenos a que la madurez llegaría a nosotros más tarde que temprano, Juan y yo logramos el ansioso permiso paterno.

En el concierto lo normal. Juntamos las monedillas para tomar una cerveza marca Acme y lo flipamos oyendo temazo tras temazo entre pelambreras y sudores heavys. En medio de todo aquello nuestras caras en la fase final del pavo podían distinguirse desde el Meteosat. Apuramos el tiempo. Hubo que salir por piernas para llegar al autobús a la hora acordada con los progenitores. El metro más lento de todos los tiempos nos llevó hasta Atocha. La hora nos había ceñido los glúteos. El transporte cada vez más despacio y el reloj más urgente a cada segundo.

¡Maldita sea! Era la hora. Salimos de la boca de metro y la suerte quiso hacernos un regalo. Al otro lado de la avenida el autobús con destino Parla avanzaba hasta el semáforo. Nuestras nalgas nos concedieron el beneficio de relajarse para permitir nuestra carrera suicida. Cruzamos los dos sentidos de la avenida. Recuerdo luces y claxons, dos “hijoputas” y un “os vais a matar imbéciles” impactaron en nosotros. Llegamos sanos y salvos al otro lado. Me disponía a tomar algo de aliento y sacudirme los insultos de los amables conductores cuando un codazo de Juan me advirtió. El Bus se ponía en marcha.

Se ve que no tuve suficiente jugándome la vida al cruzar y, sin abandonar la carretera, corrí en sentido opuesto al autobús para encararme con él. Tenía que detenerlo e iba a hacerlo. Unas gotas de sudor más tarde estaba frente al gigante. Se detuvo. Aporreé con fuerza la luna frontal gritando “Parla Parla” como si su equipo de fútbol hubiese ganado la liga. Me aseguré de que ese animal metálico no se moviera. Estaba a punto de vencer. Me dirigí al lateral trasladando mi aporreo de la luna a la puerta de acceso. Por primera vez mis ojos se detuvieron en el rostro del conductor. Ese señor me miraba fijamente con enorme sorpresa. Sin duda admirado por mi arrojo y valor. Un momento de lucidez me permitió cambiar mi discurso. Ya no vitoreaba al Parla, había logrado articular “¡Voy pa´ Parla, voy pa´Parla!” Las puertas comenzaron a abrirse ¡victoria! Iba a acceder al vehículo. Un hombre solo había logrado vencer a la máquina. Puse el pie en el primer escalón y una luz celestial nos iluminó a mí y a… ¿dónde estaba Juan?

- ¿Qué haces? –pronunció pausadamente el autobusero.

- Voy a Parla –creía haberlo dejado claro-, éste es el de Parla ¿no?

- Sí –confirmó mientras me disponía a invadir el segundo escalón.

- Muchas gracias –le dije con condescendencia al derrotado.

- Por qué no te pones en la fila como todo el mundo –con la barbilla señaló el lugar al que se referían sus palabras.

Semiacomodado en el escalón y oliéndome la tostada giré mi cuerpo hacia la dirección indicada. Una enorme fila de gente me alcanzaba con sus pupilas. Las risas eran escandalosas. El autobús se disponía a cumplir su obligación con la luz verde del semáforo para llegar a su parada cuando un gordo de 17 años se le lanzó encima. Al final de la fila, con todos los dientes a la intemperie, Juan se descojonaba. Humillado y derrotado como un cachorro bajé y me situé detrás de mi estimado amigo. Me tomé unos segundos para analizar lo ocurrido. Encontré al culpable.

- Juan ¿por qué no me has avisado? –dije con mi irresistible tono acusador en busca de una migajas de dignidad.

- Tío, es que estabas tan puñeteramente convencido que no he querido interrumpirte -¡Zas! En toda la boca.

Decidí guardar silencio durante el resto de la espera. Las risas y murmullos me acompañaron hasta que llegó mi momento de picar el billete en la dichosa maquinita. Éramos los últimos, yo más último que Juan, con lo que los espectadores ahora sonreían y me miraban desde sus cómodos asientos. Nunca he sido yo de decepcionar a mi público. Metí el billete del revés, sonó el pitido de error y el billete saltó por los aires. El aplauso fue unánime.

Qué noche llevas, chaval. Concluyó el amable señor del volante.

martes, 19 de julio de 2011

Alberto Olmos es un pato


Norma única para la lectura de este post: sustituya la palabra pato por el insulto que más se ajuste a sus necesidades.

Encima escribe mejor que yo. Y lo sabe. Sabe que es un pato, lo otro se lo huele. El sentido del olfato está infravalorado. Lo es porque hay que serlo para escribir Trenes hacia Tokio. Hay que serlo para llevar un blog como el suyo y hay que serlo, más que nada, para que te puedan insultar con tanta libertad que parezca un derecho hacerlo. La ironía de Mr. Olmos es una semilla que no necesita abono ni mantillo. Los enemigos crecen deprisa y se polinizan unos a otros en una glamurosa orgía para mediocres vocacionales. Internet es una eficiente regadera.

Iba a diferenciar entre EjércitoEnemigo y Alberto Olmos. No es buena idea. No tengo el placer ni el disgusto de conocer al segundo. Sólo tendré la desfachatez de pensar que el que se apoya en la barra y el que se sienta frente al ordenador se lo pasan teta cuando se juntan para contarse cómo les ha ido el día. Creo, luego puedo equivocarme. Ya he dicho que no es buena idea.

Si fuera el autor de Tatami, bueno, si lo fuese de El talento de los demás, aceptaríamos barco. Pero el muy pato es el autor de Trenes. El diminutivo es cosa de la empatía. Un puñal que la inspiración le clavó por la espalda. La alarmante cuantía de soberbios, cuerdos y traficantes de literatura catedrática que intentan arrancárselo son una tribu armada hasta los dientes. Organizados como el culo, pero San Judas les proteja de no llevar un cargador de reserva. Se citan algunos domingos para ver quién tiene la semiautomática más grande. Eso he oído.

Pues ya está. Sólo esto tenía que decir después de leer un blog al que llamaremos “Crítica audaz y postmoderna sobre literatura y otros defectos humanos”, donde se hace un caldito con las costillas del tetrápodo. Debe de ser sanísimo para la salud artística matar algo todos los días.

miércoles, 6 de julio de 2011

Las cuatro de la tarde

Salir a la calle a las cuatro de la tarde aún no está tipificado como delito. Llegará. Si se le suma un lugar: Parla, una finalidad: ir a trabajar y un mes: julio, la reforma legislativa se vuelve poco menos que urgente. Me iba al curro, decía.

Con el buen humor en el depósito entré al “chino” y compré tabaco. En ningún sitio del mundo hace más calor. No me encendí el cigarro habitual camino al coche, no quería responder a una de mis mayores dudas existenciales un martes cualquiera. No fumé.

No recuerdo muy bien qué peli llevaba en la cabeza. Seguramente iba jugando a los adivinos visionando la mierda de día que me esperaba. Empecé a oír algo al acercarme a la esquina. Alguien cantaba o lo pretendía. El audio iba ganando nitidez. Llegué a su silueta con dificultad. Ya he dicho que eran las cuatro. Será un borracho, es otro idioma, a lo mejor su idioma suena a borracho, o hablar allí se parece a cantar… La silueta se hizo carne. Cantaba, definitivamente cantaba. Una nana. Bueno, no pongo la mano en el fuego pero diría que una nana. La película de ese momento sí la recuerdo. Un padre cantándole a su hija en el otro lado del mundo para que pueda dormir. Suena cursi por todos lados, i know, pero me estoy ahorrando taco de detalles para que Isabel Coixet no se interese en la idea. Fijo que para aquel tipo no eran las cuatro de la tarde.

El día fue una mierda. Y la duda si una llama se enciende cuando la temperatura ambiente es superior a la que se pretende producir.

miércoles, 22 de junio de 2011

Fábula del Búho y el gilipollas


1:30 AM. Atocha. El búho llega con retraso. Por suerte la compañía era buena durante la espera. Chirrían los frenos, humo en toda la cara, sonido de puerta espacial. Los pasajeros potenciales se excitan, también yo. Efecto embudo, codos en alto. Oigo a mi lado: nos podemos olvidar de sentarnos. Factor sorpresa inexistente.

Sube el primero. Varón negro, unos treinta años, metroochena y noventa kilos. Problemas. Un incidente que desconozco hace que el conductor decida que no sube nadie más. Conductor y pasajero uno tratan de solucionarlo. Algo relativo al pago del billete, supongo. Comienza el espectáculo de la impaciencia. Como aliño la torpeza de la estupidez.

Comentarios A: “Venga, joder” “Qué venimos de currar” “Qué vergüenza” “Siempre lo mismo” “Encima de puta a poner la cama”… Algunas risas. Los que vienen de marcha son más pacientes. Son los menos y guardan silencios cómplices con sus acompañantes. Fin

Comentarios B: “Su puta madre, vienen de la selva y se creen que siguen en la selva” “Joder con el puto negro” “Esto lo solucionaba yo con un servicio de pateras”. Aquí sólo hubo una sonrisa. La mía nerviosa. Lo único que separaba a un grupo de hombres negros como armarios y al gilipollas de los comentarios B, éramos mi sombrero y yo. Los cuellos de los primeros crujen unísonos al girarse, sus miradas me esquivan por encima, que es más fácil a pesar del sombrero. El segundo, se crece. Repite sus slogans.

Se soluciona el problema dentro del gran vehículo. Cabezas de nuevo al frente. Slogans archivados. Subimos en orden y silencio. Lo nunca visto. Me toca ir de pie. Cada cual a su bola durante el viaje. Alguien me comenta en voz baja que al final no ha pasado nada. Sí ha pasado. Siempre pasa.

viernes, 10 de junio de 2011

Tropecientos quince caballos

Arranca el día. Tú en un Seiscientos y él en un León Fr. Te adelanta por la derecha ¿el intermitente? un viernes par mola demasiado para gastar energía en activarlo. Te despega las pegatinas del embellecedor y se aleja. Le sudas la polla.

Te acuerdas del artista anteriormente conocido como “el calvo de telecinco” y rebufo, remontada o pódium te suenan a chino.

Pero aprendes que la velocidad es relativa cuando te vuelves a encontrar al deportivo en el semáforo de las cinco de la tarde. No corro mucho, pero aparco como los ángeles.

martes, 7 de junio de 2011

Las frases que escucha un camarero medio


Hola a todos. Preguntaría “qué tal” pero, seamos sinceros, ni me vais a contestar con la verdad ni me va a proporcionar una excesiva satisfacción la respuesta. Salvo en algunos casos. Así que HOLA a secas. En otra ocasión cumpliré con el protocolo de inaugurar el blog con una locuaz declaración de intenciones y una rimbombante bienvenida a quien quiera pasarse por aquí. Sincero otra vez: puede que no lo haga, cuando hablo en futuro tengo la debilidad de mentir en un porcentaje considerable.

La primera entrada se la voy a dedicar a un gremio maltratado, maltratador también. Los camareros. Las frases que soportan los camareros. Voy a dejar a un lado las grandilocuentes obras orales de los parroquianos habituales, esas que normalmente archivamos en la sección “arreglar el mundo”. Voy a centrarme en la categoría “De ahí no pasa”. La frase que da nombre a la categoría es por todos conocida. Sea lo que sea lo que el camarero, torpe o no y contra su voluntad, deje caer al suelo produce esta oración, generalmente exclamada. El individuo que pronuncia en la mayoría de los casos no busca la mofa, al menos no una directa que altere el sistema nervioso del amable señor que está hasta las narices de servirnos copas, birras o zumos de mango con piña o cualquier otro multisabor de originalidad irrelevante. Lo que busca es integrarse en la parroquia con creatividad y simpatía. Pues bien, creativa no es; y simpática tampoco. El camarero la ha oído tantas veces como vasos ha roto y los parroquianos odian al locutor del desastre por no haber sido ellos quienes ilustraran con la primicia. Así que por qué se pronuncia, por qué no desaparece por la norma del uso exclusivo. No lo sé, lo intuyo solamente. Lo malo es que mi intuición, basada en los efectos del alcohol, falla. He podido asistir a casos en los que la frase se pronuncia antes de haber echado el primer trago. Algo digno de Mulder y Scully en lo que no he podido indagar más.
Otras frases de la categoría son: “¿Cúanto te debo? Si es que te debo algo”, “qué he roto” que suele venir a continuación de la anterior en una extraordinaria muestra de lucidez, “jamón de mono” refiriéndose a los cacahuetes, o alcahueses en casos especiales, “ponme una cerveza, pero que esté fría”, “ponme algo de comer que si no la cerveza no me pasa”, “apúntamelo en una barra de hielo” o “ponme un llín, bote-llín” entre otras muchas. Todas ellas apasionantes muestras de la grandeza del lenguaje y el noble arte de la redundancia.

Señores pasajeros de la espirituosidad, el alcohol invisibiliza a veces los rediles pero no los hace desaparecer. Al final es todo lo mismo. El camarero suele diferenciarnos por lo que tomamos, que sepa nuestro nombre sólo responde a su capacidad de escuchar. Qué parroquiano que se precie no ha dicho: “si no es así yo no me llamo fulanito”. El camarero no necesita mucho más para identificarnos. Con poco que se fijen en él, en lugar de en a quién le toca pagar la próxima ronda, notarán que su sonrisa ante las expresiones del tipo “de ahí no pasa” es tan sincera como la de Isabel Gemio cuando hablaba con el público en Surprise Surprise. Personalmente he aprendido que no tocarle las partes colgantes de la entrepierna a un camarero reporta una amplia cantidad de beneficios como cliente. El problema es identificar cuándo se le están tocando porque casi siempre es demasiado educado o necesita tanto el trabajo o es lo suficientemente listo como para mandar a nadie a tomar viento fresco. Por más que nos esforcemos en merecerlo.