miércoles, 27 de julio de 2011

Casi una historia de violencia

Tenía yo la viscosa edad de 17 años. Los mismos tenía Juan. Costó un mundo convencer a los respectivos padres para que nos dejaran asistir al concierto. Kaskärrabias, Vallecas, 22:00 horas. Todo un lujo para nuestras frescas y juveniles orejas. Los oídos los estábamos educando aún. Hace poco volví a escucharlos y a Satán pongo por testigo de que eran el peor grupo del momento. Ajenos a que la madurez llegaría a nosotros más tarde que temprano, Juan y yo logramos el ansioso permiso paterno.

En el concierto lo normal. Juntamos las monedillas para tomar una cerveza marca Acme y lo flipamos oyendo temazo tras temazo entre pelambreras y sudores heavys. En medio de todo aquello nuestras caras en la fase final del pavo podían distinguirse desde el Meteosat. Apuramos el tiempo. Hubo que salir por piernas para llegar al autobús a la hora acordada con los progenitores. El metro más lento de todos los tiempos nos llevó hasta Atocha. La hora nos había ceñido los glúteos. El transporte cada vez más despacio y el reloj más urgente a cada segundo.

¡Maldita sea! Era la hora. Salimos de la boca de metro y la suerte quiso hacernos un regalo. Al otro lado de la avenida el autobús con destino Parla avanzaba hasta el semáforo. Nuestras nalgas nos concedieron el beneficio de relajarse para permitir nuestra carrera suicida. Cruzamos los dos sentidos de la avenida. Recuerdo luces y claxons, dos “hijoputas” y un “os vais a matar imbéciles” impactaron en nosotros. Llegamos sanos y salvos al otro lado. Me disponía a tomar algo de aliento y sacudirme los insultos de los amables conductores cuando un codazo de Juan me advirtió. El Bus se ponía en marcha.

Se ve que no tuve suficiente jugándome la vida al cruzar y, sin abandonar la carretera, corrí en sentido opuesto al autobús para encararme con él. Tenía que detenerlo e iba a hacerlo. Unas gotas de sudor más tarde estaba frente al gigante. Se detuvo. Aporreé con fuerza la luna frontal gritando “Parla Parla” como si su equipo de fútbol hubiese ganado la liga. Me aseguré de que ese animal metálico no se moviera. Estaba a punto de vencer. Me dirigí al lateral trasladando mi aporreo de la luna a la puerta de acceso. Por primera vez mis ojos se detuvieron en el rostro del conductor. Ese señor me miraba fijamente con enorme sorpresa. Sin duda admirado por mi arrojo y valor. Un momento de lucidez me permitió cambiar mi discurso. Ya no vitoreaba al Parla, había logrado articular “¡Voy pa´ Parla, voy pa´Parla!” Las puertas comenzaron a abrirse ¡victoria! Iba a acceder al vehículo. Un hombre solo había logrado vencer a la máquina. Puse el pie en el primer escalón y una luz celestial nos iluminó a mí y a… ¿dónde estaba Juan?

- ¿Qué haces? –pronunció pausadamente el autobusero.

- Voy a Parla –creía haberlo dejado claro-, éste es el de Parla ¿no?

- Sí –confirmó mientras me disponía a invadir el segundo escalón.

- Muchas gracias –le dije con condescendencia al derrotado.

- Por qué no te pones en la fila como todo el mundo –con la barbilla señaló el lugar al que se referían sus palabras.

Semiacomodado en el escalón y oliéndome la tostada giré mi cuerpo hacia la dirección indicada. Una enorme fila de gente me alcanzaba con sus pupilas. Las risas eran escandalosas. El autobús se disponía a cumplir su obligación con la luz verde del semáforo para llegar a su parada cuando un gordo de 17 años se le lanzó encima. Al final de la fila, con todos los dientes a la intemperie, Juan se descojonaba. Humillado y derrotado como un cachorro bajé y me situé detrás de mi estimado amigo. Me tomé unos segundos para analizar lo ocurrido. Encontré al culpable.

- Juan ¿por qué no me has avisado? –dije con mi irresistible tono acusador en busca de una migajas de dignidad.

- Tío, es que estabas tan puñeteramente convencido que no he querido interrumpirte -¡Zas! En toda la boca.

Decidí guardar silencio durante el resto de la espera. Las risas y murmullos me acompañaron hasta que llegó mi momento de picar el billete en la dichosa maquinita. Éramos los últimos, yo más último que Juan, con lo que los espectadores ahora sonreían y me miraban desde sus cómodos asientos. Nunca he sido yo de decepcionar a mi público. Metí el billete del revés, sonó el pitido de error y el billete saltó por los aires. El aplauso fue unánime.

Qué noche llevas, chaval. Concluyó el amable señor del volante.

martes, 19 de julio de 2011

Alberto Olmos es un pato


Norma única para la lectura de este post: sustituya la palabra pato por el insulto que más se ajuste a sus necesidades.

Encima escribe mejor que yo. Y lo sabe. Sabe que es un pato, lo otro se lo huele. El sentido del olfato está infravalorado. Lo es porque hay que serlo para escribir Trenes hacia Tokio. Hay que serlo para llevar un blog como el suyo y hay que serlo, más que nada, para que te puedan insultar con tanta libertad que parezca un derecho hacerlo. La ironía de Mr. Olmos es una semilla que no necesita abono ni mantillo. Los enemigos crecen deprisa y se polinizan unos a otros en una glamurosa orgía para mediocres vocacionales. Internet es una eficiente regadera.

Iba a diferenciar entre EjércitoEnemigo y Alberto Olmos. No es buena idea. No tengo el placer ni el disgusto de conocer al segundo. Sólo tendré la desfachatez de pensar que el que se apoya en la barra y el que se sienta frente al ordenador se lo pasan teta cuando se juntan para contarse cómo les ha ido el día. Creo, luego puedo equivocarme. Ya he dicho que no es buena idea.

Si fuera el autor de Tatami, bueno, si lo fuese de El talento de los demás, aceptaríamos barco. Pero el muy pato es el autor de Trenes. El diminutivo es cosa de la empatía. Un puñal que la inspiración le clavó por la espalda. La alarmante cuantía de soberbios, cuerdos y traficantes de literatura catedrática que intentan arrancárselo son una tribu armada hasta los dientes. Organizados como el culo, pero San Judas les proteja de no llevar un cargador de reserva. Se citan algunos domingos para ver quién tiene la semiautomática más grande. Eso he oído.

Pues ya está. Sólo esto tenía que decir después de leer un blog al que llamaremos “Crítica audaz y postmoderna sobre literatura y otros defectos humanos”, donde se hace un caldito con las costillas del tetrápodo. Debe de ser sanísimo para la salud artística matar algo todos los días.

miércoles, 6 de julio de 2011

Las cuatro de la tarde

Salir a la calle a las cuatro de la tarde aún no está tipificado como delito. Llegará. Si se le suma un lugar: Parla, una finalidad: ir a trabajar y un mes: julio, la reforma legislativa se vuelve poco menos que urgente. Me iba al curro, decía.

Con el buen humor en el depósito entré al “chino” y compré tabaco. En ningún sitio del mundo hace más calor. No me encendí el cigarro habitual camino al coche, no quería responder a una de mis mayores dudas existenciales un martes cualquiera. No fumé.

No recuerdo muy bien qué peli llevaba en la cabeza. Seguramente iba jugando a los adivinos visionando la mierda de día que me esperaba. Empecé a oír algo al acercarme a la esquina. Alguien cantaba o lo pretendía. El audio iba ganando nitidez. Llegué a su silueta con dificultad. Ya he dicho que eran las cuatro. Será un borracho, es otro idioma, a lo mejor su idioma suena a borracho, o hablar allí se parece a cantar… La silueta se hizo carne. Cantaba, definitivamente cantaba. Una nana. Bueno, no pongo la mano en el fuego pero diría que una nana. La película de ese momento sí la recuerdo. Un padre cantándole a su hija en el otro lado del mundo para que pueda dormir. Suena cursi por todos lados, i know, pero me estoy ahorrando taco de detalles para que Isabel Coixet no se interese en la idea. Fijo que para aquel tipo no eran las cuatro de la tarde.

El día fue una mierda. Y la duda si una llama se enciende cuando la temperatura ambiente es superior a la que se pretende producir.