La quince horas y cincuenta
y cuatro minutos yacían lustrosas en el reloj de la estación. Un humilde
encargado fijaba en él su vista con una sola idea en la cabeza: Hoy me piro a
las cinco en punto y que salga el sol por Antequera. No tenía ni puta idea de
lo que significaba la frase. Por suerte, no incidía en la importancia de su
noble objetivo.
Para que esto fuera posible
y vencer por primera vez su batalla contra el temible minutero, resultaba
imprescindible que Rober (señor del robeturno en cuyo sublime estandarte se
puede leer “vamos que nos vamos”) llegara a las dieciséis horas. El plan era
perfecto. Rober llegaría puntual, diez minutos más tarde quedaría contado el
pollo y el piece-count completado a falta de la última resta. Malditas unidades
vendidas. Diez minutos más para cerrar cada caja. Llegado este punto debían ser
las dieciséis y treinta como muy tarde. En la media hora siguiente el fondo
habría de ser contado con premura y las comidas de empleado pasadas al sistema.
Incluso contando con otros diez minutos de contingencias (como por ejemplo
“tráeme cambio” o “descuento de empleado”, frases terribles donde las haya) el
tiempo tenía que ser suficiente.
Algo alertó a nuestro noble
Responsable de Turno. Llevaba demasiado tiempo pensando en ello. El minutero ya
estaba en el cincuenta y siete. La tarea
se presentaba imposible. Entonces, henchido de rabia y poseído por su
profesionalidad gritó “manos y pinzas, chicos”, asió la pinza amarilla para
crudos y panes y clamó a Encarna Sanders y Ramoncín maldiciendo su desdicha. Un
momento. ¿Qué avistan mis ojos en el pasillo hacia el mueble?, pensó. ¿Es un
avión? ¿Un héroe de paisano? ¿La velocidad hecha carne? No, no era ninguna de
esas cosas. Tampoco era Lupe hablando con nadie. Era Rober cagándose en las
leyes de la física.
Antes de poder asimilarlo se
oyó en todo KFC el estruendo de una puerta cerrándose a la velocidad de la luz.
Antes de que nadie, cajeros o cocineros, encargados o estacionistas, pudieran
expresar una mínima onomatopeya de asombro, la puerta volvió a sonar igual.
Rober se tele transportó al lava-manos de estación (para que le vean
lavárselas) y dijo sencillamente “hola”.
Nuestro encargado miró el
reloj de nuevo. Faltaban quince segundos para las dieciséis en punto. Suspiró
aliviado, respondió al saludo de Rober y volcó toda su felicidad en cumplir con
el plan que tan hábilmente había urdido. Pero, queridos niños, la cosa no quedó
ahí. En el tiempo en que el RT de mañana suspiró, saludó y volcó su felicidad,
el increíble Rober sacó la descongelación, empacó dos purés, hizo el
posicionamiento y contó dos chistes.
La leyenda del increíble
hombre Speedy no había hecho más que comenzar.